No sabemos leer la historia.
Jamás se sabrá cómo ocurrió.
Pudo
ser de ésta u, otra manera.
¿Quién lo sabe?...
Podría
comenzar ésta historia con:
“Erase una vez…”
Me
remitiré a esbozar un pequeño prólogo,
preludio del engranaje de este relato.
Comencemos…
Al principio, cuando la memoria de la
historia comenzaba a fraguarse, cuando los primeros pobladores
descendieron de los árboles (eso dicen), cuando no se
albergaba la más remota posibilidad de que pudiera llegar
a producirse la fusión –llamémosla así- entre naturaleza, caos
climático y las especies, surgió la luz, la chispa que detonó el cosmos
del conocimiento dando paso a la conciencia.
Se
abría la puerta del indescifrable: el código que nos diferencia
de toda especie, desconocido a nosotros mismos, y que sabe
Dios si alguna vez concluirá su, ¿sempiterna evolución?... Sí,
el cerebro humano.
La
llama de la inteligencia arde, brilla desde el génesis de los tiempos,
pero aún hoy, “ignoramos” como dosificarla y encauzarla. Desconocemos
su engranaje, sus recovecos, que no nos son ajenos. Nos
fue legada.
Apilando
piñas, devorando carroña, articulando sonidos guturales,
aporreando congéneres… Ese fue el preludio de
nuestros ancestros.
Éramos
salvajes, pero entretanto, El
Fénix ya había sucumbido, volviendo a renacer de
entre sus cenizas. La luz del conocimiento ya iluminaba
y dibujaba el horizonte de aquella tradición que quedó
anclada en la memoria ancestral, y sus portadores: sociedad
hermética, configuraban el génesis mientras el planeta se
arropaba con pieles y devoraba carroña.
Antes que los faraones fue la
Esfinge. Antes o, quizá,
contemporánea de la Esfinge fue un cenobita, asceta, sacerdote,
maestro e iniciado; el garante de la memoria primigenia:
Taa Wser. La incógnita sellada.
Perpetuó el conocimiento, hoy
olvidado.
(MARISA INFANTE J.)