Amaneció ligeramente nublado.
Ella decidió visitar a su
madre, ella, María, que tras una mañana algo ajetreada quiso tomarse un
respiro.
Mientras caminaba, un
detalle motivó su atención, el cual hizo que se detuviera ante un escaparate de
una tienda interrumpiendo su marcha.
El detalle en cuestión
era un pequeño cojín de ganchillo blanco, ribeteado con puntilla.
Permaneció absorta ante
el escaparate durante unos largos minutos, y como un flash, emergieron a su
memoria entrañables momentos que la hicieron sonreír para sus adentros.
Momentos de su niñez y adolescencia, apenas lejanos en el tiempo.
Reanudó su camino sin
dejar de evocar aquellos instantes de su vida, entrañables e inherentes a su
ser, como del mismo aire que respiraba. Aquel cojín de ganchillo despertó en
ella un sentimiento de nostalgia.
Llamó al timbre de la puerta, pero en casa
de su madre no había nadie. Sacó la llave, de la que tenía una copia. Esperaría
a que su madre regresara a casa.
Tras unos instantes
asomada al balcón, entró en el salón, instantáneamente su mirada se posó en una
mecedora antigua, la mecedora de su abuela, la cual encerraba mucha historia.
Y ella se sentó en la
mecedora, en la que tantas veces se balanceó siendo una niña. Se abstrajo de
todo lo que la rodeaba y se sumergió en sus más preciados recuerdos...
<<Cuántas sobremesas en la salita de
estar junto a su abuela que siempre se sentaba en su mecedora, haciendo
ganchillo mientras charlaba con su nieta María, que a regañadientes y bastidor
en mano, bordaba el pañito que su abuela le había dibujado para enlazar las
puntadas del bordado. Ella, que tenía quince años entonces, a ratos interrumpía
el bordado, escuchaba embobada a su abuela, que entrañable, le descubría a su
nieta a través de sus palabras, la historia de su juventud, de su vida. Y así
tarde tras tarde, entre vainica, ganchillo y bordado...
Y uno de aquellos días,
ella, María, se emberrenchino. No consintió ponerse un poncho de lana que su
abuela le había hecho a ganchillo, un poncho rojo, largo hasta el muslo, y
precioso. La abuela la comprendía, sabía que su nieta era noble, pero con
carácter y rebelde en su edad. La comprendía porque su nieta tenía mucho de
ella cuando fue joven. Así que esperó con paciencia a que a la chiquilla se le
pasara la rabieta.
Tras dos días de
beligerar con su abuela, consintió, y al final le encantó. Pero cuando ella
realmente disfrutaba era cuando su abuela le pedía que la ayudara a hacer los
roscos y buñuelos de Navidad, y con el delantal y las manos enfrascadas dando
forma a la masa, tiznada de harina hasta las cejas, no paraba de reír viendo a
su abuela a carcajada limpia por mor de las pintas de su nieta.
Y tras el reposo de la
masa llegaba el gran momento que María ansiaba: hartarse de buñuelos y roscos
que tan deliciosos le salían a la abuela.
Entrañable e
inolvidable...
Cuántas risas, cuántas charlas, cuántas
carreras en el patio hasta el interior de la casa intentando zafarse de la
obligación de fregar los platos tras el almuerzo... Cuántos tirones de la manga
del jersey cuando María, junto a su prima, otra nieta más, sentadas junto a su
abuela en un banco de la Iglesia para escuchar la misa de la mañana del
domingo, era reprendida por su abuela porque a María le entraba la risa tonta y
no podía parar de reír. Y por lo bajini se tapaba la boca intentando disimular
y aguantar la risa, pero el colmo era que su prima, contagiada de esa risa
tonta, reía con una risa algo escandalosa. La abuela, negra por la situación se
levantó del banco enganchando a María y a su otra nieta por la oreja a cada
una. Tuvieron que esperar a la abuela en el portal de la Iglesia hasta que
acabara la misa.
Menuda reprimenda estaba
por caer...
Cómo disfrutaba María en el patio de la
gran casa de su abuela, rebosante de plantas, y que ya desde entonces sería una
de sus grandes aficiones. Su abuela le transmitió ese amor por las plantas,
como también desde más pequeña, María sintió curiosidad cada vez que veía a su
abuela frente al espejo empolvándose y retocándose la cara.
Su abuela disfrutaba
viendo a su nieta desde muy pequeña coqueteando con los tacones y las ropas que
cogía del armario de su madre, y a María, ya adolescente, le encantaba hurgar
en las pinturas de ojos y barras de labios de la abuela experimentando frente
al espejo. Y la abuela que la pillaba infraganti y no podía disimular la risa
de satisfacción frente a su nieta, a pesar de la reprimenda.
El almuerzo a veces se convertía en el
momentazo del día, cuando se comía migas. Nietas y nietos casi adolescentes,
ocupando la gran mesa solo para ellos, se convertía en una batalla campal. Se
comía las migas, pero el almuerzo acababa con las migas volando por encima de
las cabezas con las cucharas en ristre a modo de tirachinas y con carcajadas
cargantes... Hasta que el bofetón o la alpargata hacían acto de presencia de la
mano de la abuela enfilando el pasillo que venía de la cocina, y todos a correr
como alma que lleva el diablo.
Tras lo cual se imponía
el castigo entre comillas: en casa, sin tele, y a ayudar a limpiar el patio a
fondo toda la tarde hasta que se hiciera de noche. Muy larga era la tarde, ya
que en verano a las diez de la noche, aún es de día.
María, su nieta, sabía
que no todo era cuestión de rebeldía. Asumía la situación cuando era necesario,
sin rechistar. Aunque deseara hacer lo que le viniera en gana, aceptaba las
consecuencias, en el caso de que ella hubiera sido partícipe>>.
María, también asumiría en su momento y
tras muchos años después, siendo ya una mujer, la pérdida de su abuela, una
gran pérdida.
Pero esa es otra
historia.
Sí, abuela, he contado parte de nuestra
historia. Pequeñas anécdotas como si fuera un narrador, pero soy yo, tu nieta.
Podría escribir un libro con todo lo que viví a tu lado, lo que me enseñaste.
Fueron tantos momentos... Miles y miles de momentos, una vida entera.
Ya no estás en este
mundo, pero sigues conmigo. Siempre.
Ella se sobresaltó al sentir una mano en
su hombro. Tan absorta se hallaba en sus recuerdos que, no escuchó la puerta al
abrirse cuando llegó su madre.
Miró su reloj y se percató
de que habían transcurrido cuarenta y cinco minutos desde que se decidiera a
esperarla sentada en el salón.
Se incorporó, y antes de
abandonar el salón se giró y contempló la mecedora con cariño. De alguna manera
ella sentía la presencia de su abuela en esa mecedora, la que tantas veces fue
testigo de sus charlas y risas, reprimendas y llantos...
Se sonrió y se cogió del
brazo de su madre rumbo hacia la cocina, tenía hambre.
Se sentía feliz, y todo
motivado por un pequeño cojín de ganchillo que la transportó a unos momentos ya
vividos, pero jamás olvidados y, guardados en su memoria.
MARISA INFANTE JIMENEZ